miércoles, 19 de agosto de 2009

Con olor arrabal



Para el Taller de Crónica de Hernán López Echague y Laura Giussani, 2009.
Foto bella y más que hermosa: Dark Flack!

Después de dos semanas de un atareado calor, el otoño cae como una visita inesperada. Nadie camina por la calle, ni siquiera los jóvenes aventurados que se animan a salir flojos de ropa. Nadie. Sólo autos y más autos. En la esquina de 7 y 50 se escucha un grito y el ruido de un motor que acelera. De la ventana de un Fiat Uno gris que pasa a toda velocidad, se asoma el cuerpo de un chico de no más de veinte años. El viento le cachetea la cara y de su boca se escapa un grito. Un llamado a la fiesta.
Más lejos del centro, en un barrio residencial y tranquilo, parece haber movimiento. Los motores aún están calientes. Pero la noche fresca no les dará respiro. El contraste es evidente y los vidrios comienzan a llenarse de rocío. A mitad de cuadra, un galpón que a simple vista podría ser una cancha de básquet es el lugar elegido. Parejas de todas las edades se arremeten a la aventura: “La Corchea Melódica” es la milonga elegida por los bailarines de tango de la ciudad. Y también por los melancólicos.
Al cruzar la puerta de rojo hierro oxidado, el tiempo se detiene. El olor a casero invade el lugar. Todo está hecho a mano. Dos mozos, con el típico ambo azul de cualquier viejo bodegón, recorren el salón, atareados. Todas las mesas han sido ocupadas. Un clásico vals de los cuarenta suena a todo volumen, pero no aturde. Las mesas están puestas circundando la pista para que nadie deje de participar del tango, al menos de manera indirecta. Una bandera argentina, un tanto amarillenta, se mueve por las aspas de un viejo ventilador de techo.
“¿Tendrías el gusto de bailar conmigo?”, un joven veinteañero se dirige a una chica de manera cortés, descolocadamente formal. Como si estuviesen en aquella Buenos Aires de los cuarenta. Como si fuesen parte de algún bajo fondo porteño. Aunque algo de bajo fondo se expele del lugar, la forma en que el chico se presenta resulta un tanto fuera de tiempo y el espacio. Ella parece no notarlo. Pero el susto es el mismo. Su cara expresa un “no” fácil y un “disculpá, sólo vine a acompañar a una persona”.
Delante del cortinado bordó que atraviesa la parte derecha del salón, una pareja vestida en la misma gama de rojos y negros se suma a la pista de baile. Una pista donde jóvenes y mayores se mueven como las agujas del reloj. Experiencia y academicismo conviven sin molestarse.
La mano del hombre se posa en los omóplatos de la mujer de vestido rojo. No la aprieta, pero tampoco la deja desprotegida. La mano toca la piel descubierta de su compañera con suaves movimientos. La mueve, la guía mientras ella coordina sus pies con los de él. No se miran; se mueven como si fuesen una sola persona. La del vestido rojo salta y queda suspendida en el aire reposando en los brazos de su partenaire. Él se luce como pocos hombres en la danza que le saca viruta al piso. Se convierten, en el transcurso de la noche, en dos figuras inacabadas que sólo se completan en el trance del baile.
Una vieja salamandra continúa calentando el lugar. Con paso lento y dificultado por unos tacos que hace mucho debió haber abandonado, una mujer vestida con todo lo que encontró en el ropero se acerca para calentar sus manos. Después tornea su cuerpo espeso y apoya la cola. Está sola. Se nota a simple vista: la mujer se mueve por todo el bolichón como buscando a alguien. Pero ese alguien se convierte en nadie en un segundo y mientras tanto en la pista todos bailan.
La canción termina. Pero una nueva melodía comienza a sonar. Arriba de la cocina que está al fondo del salón, hay un escenario. Raúl Gaggiotti y su hija se suben a deleitar al público con su música, como todos los fines de semana. “El tango es un sentimiento popular que refleja la vida de las personas” es la frase recurrente del dueño de “La Corchea Melódica”. Su vida lo demuestra: su padre, un tano que escapó de las guerras mundiales con el bandoneón bajo el brazo, le dejó de herencia la música. Él y su familia se encargaron de continuar el mandato familiar: todos tocan algo, el bandoneón, el piano, el violín, la batería. Sólo algunos cantan, pero por puro instinto; pura cepa tanguera.
Las parejas se acomodan en la pista. Antes de retomar la danza del tiempo observan a Raúl y su hija. Después, absorbidos por el ritmo, se sumergen en ese juego de a dos. En el eterno secreto de los bailarines.
A las dos de la mañana la cocina cierra. Raúl y su hija ya no están arriba del escenario montado. Fueron despedidos con un fuerte aplauso. Un 2x4 se convierte en protagonista. El lugar está semi vacío; el volumen a esa altura de la noche es más bajo y el olor a comida desparece. El frío del exterior se hace sentir, poniendo en ridículo a la vieja salamandra que aún destella en naranjas eléctricos. La mujer ya no baila sola, no espera a nadie. Un hombre la ha sacado a bailar.

1 comentario:

fede dijo...

excelente nota!